Una teoría sobre Telemadrid
En primer lugar, y desde una posición todavía casi académica (casi teórica), comprendo a quienes sostienen que el Estado no debe gestionar ni ser propietario de medios de comunicación. En principio es lógico que se mantenga con los medios audiovisuales un criterio similar al que se emplea con los medios impresos. Parece razonable que la gestión pública de una emisora de radio o de televisión despierte recelos, pues cabe sospechar que el gobierno de turno (cuánta experiencia hemos acumulado en España al respecto) intente aprovechar en beneficio propio los medios de titularidad pública.
No obstante, discrepo categóricamente de quienes han pretendido identificar televisión pública con propaganda dictatorial. Resulta además difícil de explicar que esa identificación provenga de políticos que conocen bien la sociedad británica, puesto que allí la televisión pública (la BBC) ha conformado durante decenios un modelo envidiable de independencia respecto al poder político. Algunos autores (véase el reciente trabajo de Jéssica Retis et álii) han analizado con detalle las ventajas del modelo británico respecto al español. En las conclusiones de este y de otros trabajos se hallarán motivos de sobra para defender la idea de radiotelevisión pública. Quien suscribe este texto, para que no quede ninguna duda, sostiene que la televisión y la radio públicas pueden resultar de gran utilidad social. Fundamentalmente porque, por su propia naturaleza, los medios públicos están obligados a ofrecer programación de calidad e información veraz y plural.
En segundo lugar, debo confesar que en esta materia me alejan de la pura especulación teórica algunas circunstancias personales y profesionales. La fundamental es que durante más de veinte años he trabajado en Telemadrid. Obviar ese dato podría confundir por completo al lector. De esa experiencia profesional nace incluso la idea que se acaba de exponer en el párrafo anterior. Más allá de consideraciones teóricas, defiendo la televisión pública porque, durante muchos años de trabajo, he comprobado que ese modelo puede alejarse (puede, solo puede) de la búsqueda compulsiva de grandes audiencias, de la explotación ad náuseam del más espurio y grosero espectáculo audiovisual. Defiendo, pues, una radiotelevisión pública de calidad, que respete la diversidad política y social, que huya del adoctrinamiento, que sirva para transmitir información relevante a los ciudadanos, sin sesgos ideológicos, y que contribuya a difundir valores cívicos y culturales.
Aclaro, en tercer lugar, que mis veinte años en Telemadrid dejan dos etapas muy distintas. Los primeros diez años, como redactor de informativos, no transcurrieron en un medio de comunicación angelical. El paraíso nunca existió. Todavía recuerdo cómo en 1992, en la Expo de Sevilla, al entonces presidente Joaquín Leguina se le ocurrió decir que no le gustaba nada el pabellón de la Comunidad de Madrid. Qué esfuerzos, qué sofocos, qué angustias para que al menos parte de su declaración fuera escuchada por los madrileños. Situaciones excepcionales (y ridículas) al margen, pensaba entonces —y sigo pensando ahora— que aquellos informativos tendían a favorecer al partido que gobernaba. Pero siempre, o casi siempre, manteniendo la compostura. Sin excesos ni dogmas. Había aún cierto sentido de la mesura. Mucho más estridente resultaba sin duda algún programa de entretenimiento, claramente indigno de una televisión pública.
Fin de aclaraciones: en enero de 2000, con un gobierno del Partido Popular, me nombraron editor de los informativos del fin de semana. En ese cargo solo tuve algún pequeño problema con un partido de izquierdas por no sé qué entrevista que, según me insinuaron, debería haber realizado. Por cuestiones personales dimití antes de que, en 2003, Esperanza Aguirre lograra la presidencia de la Comunidad de Madrid. Cuando el nuevo equipo nombrado por Aguirre llegó a Telemadrid ya era de nuevo redactor de base.
Y así, como un periodista más de la redacción, asistí al lacerante proceso que convertía a Telemadrid en un sumiso gabinete de prensa del Partido Popular de Madrid. Un medio de comunicación público, con sus fallos, con sus limitaciones y sus miserias, se transformaba de manera nada sutil en un medio privado, al servicio de un interés no general, sino extremadamente particular. Hubo dudas, protestas, quejas, resistencias… Pero la decisión política resultó aplastante. Y Telemadrid dejó de ser un medio de comunicación creíble para los madrileños. Según una encuesta de Metroscopia publicada en 2009, dos de cada tres ciudadanos consideraba que la cadena era partidista. Entre los votantes del PP, el 46% de los encuestados sostenía esa misma opinión.
Dos posibles análisis
Los informativos de Telemadrid, examinados desde lejos y con serenidad, llevan años con las marcas habituales de eso que la gente, en la calle, llama «manipulación». Desde el punto de vista académico resultará sin duda apasionante analizar en profundidad los síntomas de ideologización de los programas informativos. Sugiero, por ejemplo, que se observen los temas seleccionados: el principio fundamental es que se contará prioritariamente aquello que beneficie a una determinada posición política o aquello que perjudique al adversario. Habrá que ver también en qué lugar se ubica cada tema dentro del informativo: los favorables, en posiciones siempre destacadas; los que molesten al Gobierno regional, o se silencian o se esconden en la escaleta (por ejemplo con una información breve, de apenas 15 segundos, y si es posible redactada de modo que apenas se entienda).
Buena parte de lo anterior se podrá estudiar con métodos cuantitativos. Pero esto seguramente no bastará. Convendrá completar el trabajo con técnicas cualitativas como el análisis del discurso. Por ejemplo, para comprobar cómo las informaciones que benefician al gobierno regional (cuya ideología ha sido asumida por Telemadrid como «línea editorial») aparecen siempre en contextos positivos. Los entornos de significación negativa se reservan para el adversario. Una manifestación, por poner un caso práctico, será «buena» o «mala»: si es buena no irá contra nadie, supondrá un ejemplo de civismo, se anunciará hasta la saciedad durante los días previos, se ofrecerá información en directo… Una manifestación «mala», en cambio, será ignorada hasta que resulte polémica o haya enfrentamientos. Y, si esto no sucede, siempre se podrá enseñar la basura que genera.
Se advertirá además que los llamados «expertos», en los informativos de Telemadrid, no interpretan ni analizan. Opinan y juzgan fervorosamente. Sus intervenciones suelen ser categóricas. La colección de juicios de valor que vierten estos expertos —cuidadosamente seleccionados, como es lógico— conforman una ideología nítida, por más que los entrevistados aparezcan a menudo con el rótulo de «analistas». Los propios presentadores y moderadores de programas informativos han perdido la neutralidad de antaño. En ocasiones se comportan incluso con más vehemencia (recuérdese a Curri Valenzuela) que el resto de tertulianos. Y, respecto a estos últimos, no será complicado descubrir un notable desequilibrio: serán más, y generalmente más incisivos, los que se identifican con la «línea editorial» de la casa. Del mismo modo, se informa infinitamente más de aquellos temas que sigue la prensa escrita con la que se comparte ideología. Telemadrid se limita así a reproducir, con asepsia formal, informaciones ya publicadas. Un estudio en profundidad mostrará que siempre se reproducen las noticias que coinciden con la línea ideológica de la cadena.
Todos estos análisis resultarán sin duda interesantes, ilustrativos. Supongo que alguna investigación similar habrá ya en marcha. Por desgracia, jamás podré participar en nada de eso. Mi teoría sobre Telemadrid está indefectiblemente contaminada por lo que he visto durante años. Esa experiencia personal —»observación participante», diría la Academia— me ha permitido saber quién y cómo ordenaba colocar el anagrama de ETA en una manifestación sobre el 11-M, cuando la autoría de los atentados no ofrecía ya ninguna duda, excepto para los que aún hoy siguen dudando. He visto cómo, a fin de destacar una contradicción de Rodríguez Zapatero (como si no hubiera suficiente material al respecto), se mentía con descaro: se cambiaba por completo la pregunta a la que respondía el entonces presidente del Gobierno en una intervención parlamentaria. Toda una noticia, de más de dos minutos, basada en una burda falsedad. He visto cómo a los periodistas que no obedecían consignas ideológicas se les apartaba o castigaba. A veces se les acusaba de ser vagos, indolentes: «por eso no tienen trabajo», decían para justificar lo injustificable. Pero el pecado original, el más grave, lo enunciaban así: «Telemadrid es un nido de rojos». Actuaron en consecuencia y contrataron, con el inmenso derroche que esto suponía, otra redacción que garantizara la obediencia y que, por supuesto, no fuera «roja».
Los periodistas de Telemadrid y Onda Madrid han asistido durante años a una disparatada tragicomedia, a una confusa mezcla de drama y sainete. Una mañana salía de su despacho un señor, con un folio manuscrito en la mano, diciendo que allí estaba la verdad del 11-M y que necesitaba un redactor para que tomara notas e hiciera un reportaje. Otro día la dirección de informativos ordenaba eliminar los aplausos («si es necesario, que se utilice archivo») en una comparecencia de Manuel Cobo, por entonces rival de Esperanza Aguirre. Si la presidenta era abucheada por un grupo de manifestantes, la cinta desaparecía. Así, misteriosa e irremediablemente. Los cámaras saben bien cómo había que grabar algunas encuestas en la calle. Se trataba a menudo de buscar la opinión «buena»: mientras no hubiera un número determinado de testimonios en ese sentido, debían seguir grabando. También saben los cámaras quiénes y por qué, antes de hacer una información en directo, telefoneaban a sus jefes para les dictaran qué debían contar.
Todo esto con un derroche apoteósico, con un caos de gestión descomunal, y con una inconmensurable dosis de cinismo. Todo esto, durante tantos años, para llegar a un punto en el que se asegura que «la situación de Telemadrid resulta insostenible». Naturalmente que lo es: ¿para qué sostener una televisión pública que está al servicio de parte de un partido político? La solución prevista, la privatización, parece eliminar el problema, pero no lo resuelve. Privatizar por derecho lo ya privatizado de facto equivale a perder para siempre una seña de identidad, una herramienta de cohesión, un instrumento eficacísimo para difundir conocimientos e informaciones de interés general. Si, en última instancia, los políticos consideran que son incapaces de gestionar bienes públicos, deberían probar a dimitir (y no por razones personales) antes de privatizar.