Lamentos para después de la Huelga

No hice la huelga del 29-M en defensa del Estado del Bienestar y los Derechos de los trabajadores que convocaron los sindicatos porque pensaba que le hacía daño a mí país cuando los mercados le estaban vapuleando… y al final me quedé sin país, sin sindicatos y sin derechos que defender. No me di cuenta de que los cuchillos que afilaba la caverna mediática desde mucho antes del 29M para cercenar la cabeza de los sindicatos iban a cortar también cualquier atisbo de resistencia organizada frente a la destrucción total de las conquistas sociales del siglo XX. No vi a tiempo que la vanguardia ultraliberal más radical (que tan bien representa nuestra lideresa) no tiene piedad. Que no le basta con conquistar el gobierno, que quiere ocupar TODO el espacio cívico, político y social. No entendí que bien merecía la pena el descuento de un día de huelga por parar una reforma que me dejaba desamparado, con una indemnización paupérrima ante un posible despido. Después, intenté consolarme pensando que habría dado igual, que hiciera lo que hiciera, yo no habría podido frenar la marea. Pero el consuelo me duró poco porque mis hijos empezaron a preguntarme por qué no defendí su futuro, sus derechos, su protección social. ¿Cómo iba a explicarles que, paralizado ante la disyuntiva entre un camino malo y otro peor, me quedé acomodado en la indiferencia? (Una indiferencia inquieta, eso sí, pero indiferencia al fin y al cabo). Ya era tarde cuando me di cuenta de que la única guía válida para tomar una decisión cuando todas las opciones parecen malas son los principios. Sí, los principios. Demasiado tarde cuando entendí que, si siempre creí en la responsabilidad hacia los demás y la defensa del más débil, aquel 29 de marzo debería haber actuado en consecuencia.